12 sept 2016

Primer concurso "Taller de escritura fantástica"

30 Junio 2016 Librería Santos Ochoa


Os presentamos a los participantes de nuestro taller de creación de mundos fantásticos: el Mundo de Irithin.
Los concursantes debían escribir un pequeño relato que aconteciera en el mundo que forjamos en el taller. 

Colgaremos la historia ganadora en nuestra página de facebook. (https://www.facebook.com/MemoriasdeHarleck)
¡No dudéis en echar un ojo!




1. Noa Sauer "Nuevos Caminos"


Una figura encapuchada se abría paso por las concurridas callejuelas del distrito minero
17, sin pararse a ver ninguno de los puestos de comercio instalados sobre los adoquines. A medida
que se acercaba al puerto el alboroto de las calles se iba apaciguando, y la figura finalmente se
apoyó en la pared de un kiosco cerrado.
Jay se quitó la mochila del hombro y se pasó el dorso de la mano por la frente. El sol no le
estaba haciendo nada bien. ¿Por qué había huido tan precipitadamente de casa? Porque mi padre
no me ha dejado opción se recordó Jay con amargura. La discusión le resonaba en los oídos como
si su padre todavía le estuviera gritando desde la otra punta de la habitación. <<¿Qué haces, hijo?
Te pareces a los del Sur, siempre inventando cosas como tu madre. ¡¡Estamos en guerra, Jay!!>>
Pero Jay no entendía la guerra. No tenía sentido, todos buscaban la misma Gema, todos acusaban
al bando contrario. Claro que unos luchaban con magia, y los otros con ciencia, pero eso tampoco
tenía importancia.
Estaba perdiendo demasiado tiempo. Se ajustó la capucha protectora al cuello, y tras
limpiar el polvillo rojizo que se había acumulado encima de la mochila (el mismo que volaba por
todas partes cerca de las minas), la abrió y sacó cuidadosamente un extraño artefacto con forma
de rábano de su interior, prácticamente de cristal de no ser por las correas de cuero que le
colgaban de los costados y los engranajes plateados que tintineaban dentro. Jay lo agarró con
ambas manos (ya que a pesar de tener su forma, era bastante más grande que un rábano normal)
y tras comprobar que todo continuaba en su lugar lo apoyó delicadamente en el polvoriento
suelo. A continuación volvió a rebuscar en su mochila, esta vez para sacar una botellita envuelta
en cuero. Acarició la trabajada superficie de la tela, marcada con el escudo del Norte por un lado y
el emblema de las minas por el otro, recordando el momento en que su padre se lo había hecho,
cuando él apenas levantaba unos palmos del suelo. <<Guárdala como una reliquia>> le había
dicho entonces <<No cualquiera la tiene, y nunca se sabe cuándo te hará falta...>>.
Se aseguró de que no se acercaba nadie y empezó a frotarla con ambas manos, hasta que
unos segundos después comenzó a iluminarse con su brillo azulado característico. Cuando sus
manos se envolvieron en esa aura de luz que procedía de la botellita, la dejó rápidamente en el
suelo y presionó sus todavía iluminadas manos sobre el artilugio de cristal.
Vamos funciona...­murmuró, y esbozó una sonrisa de alivio al ver que los engranajes se
ponían en movimiento.
A pesar de la emoción no soltó el rábano de cristal, que se calentó bajo sus manos. Era
importante que le traspasar la suficiente energía mágica para que funcionase. En cuanto notó que
el artilugio vibraba suavemente lo levantó del suelo por una de las correas y se lo cargó al hombro.
Recogió la botellita y la mochila y se asomó por un costado del kiosco. Decenas de vigilantes en
uniforme desfilaban por el puerto, que consistía en un precipicio al vacío, puesto que no era un
puerto de mar sino de aire. Habían incontables naves aéreas parecidas a zepelines amarradas a la
tierra que se mecían suavemente con la brisa. Eran la única marca que había quedado de los
científicos del Sur. La mayoría de ellas no se utilizaban desde que empezó la guerra, varios años
atrás. Jay recordaba débilmente como de muy pequeño solía venir con su madre para ver partir
las naves hacia el Sur, cuando el puerto aún era un lugar lleno de vida y gente. Pero ahora estaban
prohibidas las entradas y salidas del Norte sin autorización.
Y su madre se había ido al Sur, su lugar de origen, y nunca había vuelto.
Una tropa de vigilantes pasó cerca de donde Jay esperaba el momento oportuno para
salir. La tropa se alejó, y el chico aprovechó para salir corriendo hacia el precipicio que marcaba el
fin del Reino Norte. Sólo faltaba abrir el agujero superior del artilugio para que éste funcionara.
Estaba intentando arrancar el tapón de cristal de encima de todo del extraño rábano cuando un
guardia se percató de su presencia.
¡Eh, chico! ¡No está permitido acercarse al puerto si autorización! ­al ver que Jay no
respondía varios vigilantes empezaron a acercarse.
Notaba los sudorosos dedos sobre el liso cristal del tapón, que no se quería abrir. Se le
resbaló la capucha protectora de la cabeza, y sus blancos rizos quedaron al descubierto.
¡Es el hijo del jefe minero! ­gritó uno de los guardias que se aceraba. Jay se volvió a poner
la capucha, maldiciendo su llamativo pelo. El sol le quemaba la cara y le dificultaba la visión­.
¡Cogedlo!
El muchacho notaba el corazón bombardeando a toda velocidad en el pecho, y justo
cuando los guardias estaban a pocos metros de atraparlo el tapón se abrió con un suave ¡plop!,
dejando entrar el aire dentro del artilugio de cristal. Notó como éste empezaba a vibrar con más
intensidad. Echó a correr hacia el borde del precipicio mientras se ajustaba las correas a la
espalda.
Unos segundos antes de saltar pensó que lo que estaba haciendo era un estupidez, pero el
repentino vacío bajo sus pies le borró todos los pensamientos de golpe.
Los guardias lo vieron caer varios metros hacia abajo, y creyeron que no lo volverían a ver;
pero Jay reapareció poco después en el aire con un grito de júbilo.
¡Ahá! ­exclamó Jay triunfante. La alegría le duró poco, puesto que no sabía manejar bien
el artilugio volador. Había practicado varias veces detrás de casa, donde las rocas se agrupaban
hasta crear montañas. Sin embargo, ahora el suelo no estaba sólo a unos palmos de sus pies, sino
a decenas de metros por debajo, y por eso se aferraba con tanta fuerza a las correas del artilugio.
Sabía que aquello era su única esperanza de Llegar al Reino Sur, el lugar de la ciencia y los
inventos. El lugar del cual procedía su madre, el cual tanto ansiaba conocer.
¡Ahí está! ­Jay se giró asustado para ver que los vigilantes habían puesto en marcha una
nave de lona morada que se acercaba peligrosamente. Le dio la espalda rápidamente para
inclinarse hacia delante y salir a gran velocidad hacia unas nubes tormentosas que empezaban a
tapar el sol.
Notaba el aire golpeándolo fuertemente la cara, pero siguió volando con algunas
sacudidas hasta acercarse a las nubes. Antes de seguir subiendo miró hacia abajo, pero enseguida
se arrepintió de haberlo hecho. El vértigo le subió por el estómago como una serpiente al ver el
suelo a lo lejos, recubierto de los núcleos de energía que usaban los del sur.
Jay desvió la mirada hacia arriba y se metió entre las grises nubes. El aire frío le cortó la
respiración. No veía nada, y cada vez le costaba más controlar las sacudidas con las que se iba
desplazando hacia arriba. El cuero de las correas que sujetaba se llenó de las heladas gotitas que
flotaban a su alrededor.
A pesar de que ya no escuchaba el motor de la nave, se empezó a arrepentir de haberse
fugado de casa. Pensó en el acogedor salón de estar lleno de herramientas de la mina colgando de
las paredes, el viejo sofá de su padre verde oliva que ya se estaba desplumando, todas aquellas
cosas que amaba por encima de todo... Cualquier movimiento en falso que hiciera ahora y no
volvería a ver su casa. Ni a su padre.
Apartó esos lúgubres pensamientos de su cabeza antes de el sentimiento de culpa
empezase a invadirlo. Debía estar alerta por si veía algo que lo orientara hacia la dirección
correcta. Soltó un momento una correa para apartarse los mojados mechones que se le pegaban
en la cara. Apenas podía mantener los ojos abiertos de todo el aire y las gotitas que le venían a
toda velocidad desde delante. Parpadeó varias veces, intentando aclarar su visión. Intentó mirar
hacia atrás para ver si lograba vislumbrar la nave de los vigilantes, pero parecía que se habían
alejado al no poder verlo. Cuando volvió a mirar hacia el frente vio un trozo de bosque que parecía
flotar en el aire. Del susto se tiró hacia atrás y el artilugio de la espalda le hizo bajar de golpe hacia
las turbulentas nubes que había dejado debajo. Jay intentó retomar el rumbo hacia arriba, pero las
ráfagas de viento que lo envolvían le obligaron a virar hacia la izquierda, alejándose de la arbolada
entre las nubes.
Pensó emocionado que debía estar cerca... Lo que acababa de ver no era más que una
prueba de ello. Si el viento lo alejaba demasiado no creía que podría volver, ni al Sur ni al Norte, ya
que sentía que perdía el control sobre el rábano de cristal, su único motor para seguir adelante.
Le pareció que perdía todo su peso de golpe cuando el artilugio le hizo bajar varios metros
al vacío. Intentó retomar el control, pero se precipitó como había hecho antes hacia abajo, en
espirales, esta vez sin volver a parar. Ya esperaba lo peor, pero entonces sintió que le daban
manotazos húmedos por todos lados, en la cara, en los brazos, en las piernas. Intentó aferrarse a
algo, pero un fuerte golpe le dio en el lateral, acompañado del sonido de cristal haciéndose añicos.
Dejó de caer.
Todo le daba vueltas. Se mantuvo en la posición en que había caído unos instantes, hasta
que la sensación de gravedad volvió a estabilizarse. Respiró dificultosamente y un olor a tierra
húmeda le invadió la nariz. En ese momento se dio cuenta de que había estado apretando
fuertemente los párpados, y los abrió pestañeando.
Estaba rodeado de plantas, arbustos y gruesos troncos de árboles. Miró hacia arriba y le
impresionaron las enormes hojas cubiertas de gotas que vio, contra las que con total seguridad se
había dado al bajar. Agradeció profundamente que se encontrasen ahí y que la copa del árbol
estuviese tan arriba, cerca de las nubes. En cuanto intentó levantarse se percató de que un lateral
del rábano de cristal se había agrietado y varios trozos de cristal yacían esparcidos por el suelo. Se
quitó el artefacto volador de la espalda maldiciendo su inconsciencia. Le dolían todos los huesos
del golpe, pero de momento parecía que no se había roto nada. A parte del artilugio, claro, que
ahora colgaba inerte de su brazo. Sacudió la capa protectora para expulsar los restos de cristal que
pudiesen quedar. A pesar de ser de piel de Koche, una de las mejores telas para la protección
solar, el material era bastante resistente y también lo había protegido de los cristales.
Volvió a mirar hacia arriba, ahora con preocupación. Las grises nubes seguían encima de
los árboles, ocultando el cielo. Debía alejarse de la zona por si los vigilantes le habían seguido el
rastro.


***


Caminaba fatigado por la maleza arrastrando el artilugio tras si. Hacía rato que había
dejado atrás el lugar de su aterrizaje, pero los árboles de enormes hojas y la vegetación parecían
inacabables. Nunca había visto tanto verde junto, acostumbrado al polvo rojizo de las minas como
estaba, y de vez en cuando se paraba maravillado a ver algunos extraños especímenes que crecían
entre los robustos troncos de los árboles. No se podía creer que por fin estaba en un de las
incontable islas flotantes que formaban el Reino Sur, de las que tanto había soñado últimamente.
Se preguntó dónde estaría su madre, y qué diría cuando lo viese. Probablemente no lo
reconocería. El apenas se acordaba de ella, se había marchado cuando él era muy pequeño aún...
¿Cómo había conseguido llegar? Le resultaba extraño que no se hubiese encontrado con
ningún tipo de protección. Parecía que no estuviesen en guerra. ¿Tan confiados eran en este
reino?
Tras la separación de unos árboles Jay vislumbró algo distinto que se diferenciaba de lo
que había visto hasta entonces desde que había aterrizado. Lo que parecía una gran reja de un
metal muy fino y reluciente se alzaba del suelo unos buenos diez metros, y aunque el muchacho
sólo veía un parte creía que estaba dispuesta en un gran círculo. Lo que había dentro no se
alcanzaba a distinguir porque un seto cubría la reja hasta la mitad, así que Jay se aproximó para
tratar de descubrir algo más. Se abrió paso entre el seto con dificultad, y al apartar de un
manotazo una rama que le había dado en la cara se paró en seco al ver lo que tenía delante.
Detrás de la reja se expandía lo que parecía una enorme pista deportiva cubierta por un esponjoso
césped verde, pero nadie caminaba por encima. En cambio vio sorprendido varias personas
agrupadas en el aire sobre distintos puntos de la pista que luchaban entre si con lo que parecían
pequeñas barras que brillaban con luz propia. Sin apartar la vista de los combatientes que volaban
de un lado a otro dio unos pasos hacia la derecha para ver si podía conseguir una mejor visión del
espectáculo. ¿Cómo lo hacían, si no tenían magia? Era increíble, nunca había visto nada
semejante...
De repente se dio con algo a la altura de la rodilla, y soltó un chillido. Miró hacia abajo y
vio un bola de pelo negro... o de voluminosos rizos... La bola se dio la vuelta y la cara de una chica
de piel oscura y grandes ojos azules le sonrió desde los arbustos.
¡Aaaah!
¡Hola! ­lo saludó ella con alegría, ignorando su grito­ ¿También vienes de la academia?
Creo que no te había visto antes. ¿Eres nuevo? Yo soy Ari, encantada ­le estrechó la mano
enérgicamente y siguió hablando antes de que el chico tuviese tiempo de presentarse­. El nombre
viene de Ariadna, pero prefiero que me llamen Ari. Supongo que habrás venido a ver la Dariana,
¿verdad? Ya sabía yo que había más gente. El otro día me encontré a unos alumnos de cuarto por
los arbustos del otro lado del campo... Deberían dejar a los alumnos de cursos inferiores ir a ver la
Dariana. A parte de que es entretenido, nos prepararía para lo que nos tenemos que enfrentar en
último curso. Vamos, digo yo. ¿No te parece? He estado pensando en hacer una recolecta de
firmas para que nos dejen venir. ¿Firmarías? Necesito que haya suficiente gente para que me lo
acepten, sino no funcionará. ¿Y bien?
Jay apenas había entendido nada de lo que había dicho la muchacha, que debía de tener
más o menos su edad, quizás uno o dos años más. Se quedó mirándola mientras intentaba buscar
una respuesta que lo cubriera. No se le ocurrió nada brillante.
No... lo sé.
Bueno, tienes algo de tiempo para pensarlo, no te preocupes. Por cierto, ¿qué haces con
esa capa tan gruesa? ¿No tienes calor? Yo me estaría asando.
Jay se fijó en que ella llevaba una extraña vestimenta que parecía un vestido con la parte
de arriba que se asemejaba a una armadura, pero que le dejaba los brazos y los hombros libres, y
la parte de abajo que era una falda rasgada por los costados de una ligera tela anaranjada. Se dio
cuenta de que las figuras en el campo llevaban trajes similares pero de un tono granate, y que
todas eran muchachas algo mayores que Ari.
La necesito ­contestó desviando la mirada hacia el campo­ tengo la piel algo... delicada.
Hum...Ya...Si puedo preguntar, ¿Eres albino?
Jay asintió con la cabeza mientras paseaba la mirada por las luchadoras que volaban por el
aire. Seguían dándose con las extrañas barras iluminadas, con las que parecía que se dejaban
fuera de combate entre si. Las muchachas que caían eran recogidas del campo por unos asistentes
que las llevaban a unos cobertizos que habían a los laterales. Hubiese preferido no encontrarse
con nadie hasta conocer la zona, pero ahora no podía escapar de la chica que lo miraba con
curiosidad desde el suelo.
Se arrodilló a su lado y señaló el campo con la cabeza.
¿Qué están haciendo? ­le preguntó para entablar conversación. Enseguida se dio cuenta
de que había cometido un error.
¡Hah! ¿Perdona? Será una broma, ¿verdad?
Jay levantó las cejas sin saber qué contestar. Ari respiró profundamente.
Vale. Veamos. ¿la Dariana? ­Jay negó con la cabeza mordiéndose el labio inferior­. Por
favor. ¿Se puede saber...? Da igual. Vayamos a lo más importante. No puede ser que no sepas lo
que es la Dariana, esto hay que remediarlo inmediatamente. La Dariana es una competición que
hacen los alumnos de sexto de la Academia ya desde hace años, desde que hubo la famosa
directora Daria, y las posiciones en las que queden marcarán las posibilidades que tendrán al salir
de sus estudios. Como ya te habrás dado cuenta, no hay público (aparte del tribunal, claro), y eso
me va muy mal porque me encanta venir a ver la Dariana. Ahora están haciendo las competiciones
femeninas. Luchan con barras leyds y llevan aerolis cristalinos en la espalda. Esos los conoces,
¿verdad? Aunque el que tienes tu no está en el mejor estado, he de decir. ¿Qué le has hecho?
Jay vio que señalaba su artilugio de cristal.
¿Qué? ¿El rábano? ­preguntó confundido­. ¿Qué tiene que ver con todo esto?
Ráb... Oye, ¿tu te has dado un golpe en la cabeza o algo? ¿Rábano? ¡Aerolis! Ahí, ¿lo ves?
dijo ella señalando a las luchadoras­ ¡Aerolis!
El muchacho levantó la vista hacia las escasas chicas que todavía luchaban con insistencia
en el aire, decididas a ganar. Recién ahora vio que todas estaban equipadas con extraños artilugios
de cristal en la espalda, muy semejantes al que él sostenía en esos momentos por una correa.
Se le hinchó el pecho de alegría al pensar que tenía una clara prueba entre sus manos de
que su madre había nacido en ese reino, y que probablemente había usado el artilugio que él
mismo había llevado en la espalda. Acarició las correas del destrozado aerolis.
Volvió a mirar hacia el campo, donde ya sólo quedaban dos chicas que manejaban
expertamente las barras luminosas parando golpes e intentando llegar al cuerpo de la
contrincante. Las demás muchachas las miraban atentamente desde el cobertizo sin perder
detalle.
Volvió a la realidad y miró a Ari, que observaba maravillada a las luchadoras con sus
grandes ojos azules. Se dio cuenta de que no la conocía de nada, que pertenecía a un mundo
totalmente diferente al suyo, y que probablemente no le sabría decir nada sobre su madre.
Decidió que ya había perdido suficiente tiempo. Aprovechó que la chica estaba distraída
para irse levantando poco a poco.
¿Ariadna? Si no te importa me voy. No pretendía quedarme mucho... ­ya estaba
apartando unas ramas para abrirse paso por el arbusto cuando una mano lo agarró por el gemelo
y casi le hizo caerse de bruces­. ¡Eh!
Lo siento. ¡No te puedes ir! La Dariana está a punto de terminar. ¡Esto sólo se ve una vez
al año! Vamos...
Jay puso los ojos en blanco y se armó de paciencia. Pensó que no tenía nada que perder,
además de que aquí estaba seguro mientras nadie descubriera demasiado sobre él. Los vigilantes
nunca se atreverían a acercarse a un lugar con tantos del Sur, y tampoco es que él supiera a dónde
ir.
Ari le tiró de la capa y lo volvió a colocar cerca de la reja, desde donde se veían a las dos
chicas en el aire, que cada vez luchaban más rápido. En un momento ya no se distinguía de quién
era qué brazo, y sólo se veían las dos barras moviéndose fugazmente. Después de unos minutos
que parecieron interminables, una de las chicas cayó al suelo y se quedó inerte tendida sobre el
césped.
Uh... eso no se ve nada bien... ­Jay hizo una mueca de dolor mientras observaba como
unas personas vestidas de blanco se acercaban corriendo a la muchacha tendida en el suelo. La
ganadora del combate seguía en el aire manteniendo el brazo con la barra extendido en el aire,
recibiendo vítores y aplausos de sus compañeras.
No te preocupes, tenemos un muy buen equipo médico ­le dijo Ari mientras se estiraba­.
Pero como decía Irvin, ¡lo que importa es el esfuerzo, el ánimo, la participación, y no la victoria!
Sabias palabras, si me preguntas mi opinión.
A Jay le dio un vuelco el corazón cuando escuchó el nombre de su madre. Hacía años que
nadie lo pronunciaba. Irvin. Intentó calmarse diciéndose que quizás en este reino el nombre era
común. No debía emocionarse, y sin embargo no pudo contenerse de preguntar. Al fin y al cabo,
por eso había hecho todo este viaje. Quizás sólo fuera una coincidencia...
¿Estas bien...? ¿Como habías dicho que te llamabas? Te has puesto pálido de repente.
Jay, me llamo Jay... Ehm, lo que has dicho antes... ­respiró hondo y continuó con voz
temblorosa­ Irvin... ¿Irvin qué más?
¡Ah! Eso, pues Irvin Analaya, qué si no. ¿Conoces a otra Irvin? ­preguntó Ari con una
carcajada­ ¿Sabías que estudió en la academia hace años? No te lo puedes creer, ¿eh? ¿Y Sabías
que pasó varios años en el Norte e incluso tuvo un hijo allí? Se supo hace poco. Quién lo hubiese
pensado. Eh... ¿Te encuentras bien? Me empiezas a preocupar, has pasado de un tono paliducho a
uno verdoso...
No podía ser. Pero era, ¿verdad? No podía estar hablando de otra que de su madre.
Creo... Es mi madre. Irvin Analaya...
¿QUÉ? ¿TU MADRE? ­Jay se sobresaltó, pero Ari parecía invadida por un arranque de
energía­ No puede ser. Espera, si que puede. ¿Te llamabas Jay, verdad? Si, si... Creo recordar...
¡Ah! ¡Esto es increíble! Pero eso significa que...
¿Qué pasa? ¿De qué la conoces? ­inquirió Jay con impaciencia.
¡¿Que de qué...?! ¿Realmente eres su hijo? ¿Esque no sabes nada... de nada? ¿Sobre
quién era ella?
No, pensó Jay. Siempre había pensado en ella como su madre.... Se sintió terriblemente
estúpido al percatarse de que en realidad la conocía poco, muy poco. Sintió que podía confiar en
la joven que tenía delante, que la miraba incrédula entre sus esponjosos rizos negros. Y comenzó a
relatar la historia que nunca había explicado, y sintió que con cada palabra se aligeraba una
pesada carga que nunca había reparado que llevaba.
Yo era muy pequeño entonces, pero recuerdo que, pocos años antes de empezar la
guerra, mi madre volvió al Sur, dejándonos a mi padre y a mi en las minas ­Ari lo miraba
atentamente­. Antes de irse mi padre y ella solían discutir, aunque nunca entendí sobre qué. Ella
siempre me enseñaba a construir, me explicaba el porqué de cada cosa, y a mi me encantaba.
Apenas recuerdo nada, y lo único que dejó en casa antes de marcharse fue este ráb... aerolis...
Estaba estropeado, algo de los mecanismos interiores, y tardé años en repararlo. En cuanto lo
conseguí, decidí venir aquí, pero al aterrizar se rompió... ­levantó ligeramente el artefacto­. En
realidad no sé nada sobre mi madre.
Ari le sonrió con tristeza.
Así que eres un fugado del Norte... ¿Cómo te han dejado pasar los guardias? Será por tu
aerolis, habrán pensado que eras un alumno... si, se supone que los del norte no tenéis aerolis.
Pero bueno, vayamos a lo importante. ¿Realmente no sabes quien fue tu madre? Jay, tu madre
era la princesa del Reino Sur, nuestra futura reina. ¡No puedo creer haberte conocido! Aunque
parece que ni siquiera sabes quién eres... ¡Un miembro de la realeza!
Jay se había quedado sin habla. No podía ser. Su madre, princesa... Aunque eso explicaba
porqué la primera persona con la que se había encontrado conocía a su madre. ¿Para qué le
mentiría la muchacha? Las dudas se le amontonaron en la cabeza como piedras, pero se desahogó
preguntando la que más le preocupaba en ese momento:
¿Crees... que la podría ver?
Ari frunció los labios, y creyó saber la respuesta antes de que la afligida chica le
respondiera.
Cuando llegó la guerra se llevó a muchas personas... especialmente aquí, en la frontera.
Jay, tu madre desapareció justo al empezar la guerra. Lo siento mucho. Muchos la dieron por
muerta, ya que en aquella época murieron varios de los nuestros, y ella, siendo quien era... Lo
siento ­repitió angustiada.
Toda la emoción que Jay había acumulado hasta el momento lo abandonó de golpe,
dejándolo vacío y tembloroso. Ari lo notó, y le apretó el hombro con una mano mientras intentaba
esbozar una sonrisa.
Ey, pero que no hay nada seguro. Son sólo hipótesis, y únicamente tienen el valor que tú
les quieras dar. Yo tengo otra hipótesi, y es que ella se fue a cumplir una misión. ¡Que si!­ insistió
al ver la sonrisa de triste agradecimiento que esbozaba Jay ­No soy la única. Varias alumnas de la
Academia revisamos archivos que dejó de su época como estudiante. Era una mujer muy
inteligente, la verdad. Siempre decía que las guerreras únicamente servimos para asegurar la paz
en nuestro reino, y yo creo lo mismo. El caso es que ella se fue, de alguna manera, no sé cómo...
creemos que para evitar la guerra. Aunque parece que no lo consiguió. Vamos, tú eres quién
decide lo que quieres creer.
Jay suspiró y se pasó la mano por la cara. ¿Qué hacía allí? El viaje no había tenido sentido.
Este no era su mundo, estaba perdido y sin posibilidad de volver a casa. ¿Qué importancia tenía ya
que su madre fuese de la realeza? Estaba muerta. Apartó el aerolis con la punta del pie y apoyó la
cara entre las rejas, mirando el campo que se había quedado vacío. Una mano se posó
suavemente sobre su hombro y se quedaron así unos instantes, sin decir nada. Entonces Jay se
puso de pie y echando una última mirada al campo se dirigió a la chica.
Gracias por todo. Siento que me hayas tenido que explicar todo esto sin conocerme.
Ahora voy a intentar volver a casa de alguna manera ­intentó sonar despreocupado mientras
miraba la inmensidad del bosque por donde había venido.
Ni hablar ­Ari se impulsó hacia arriba enérgicamente y se puso de pie al lado de Jay. Le
superaba en altura por pocos centímetros­. Tu no vas a ninguna parte solo. No tienes ninguna
posibilidad ­alzó la voz al ver que Jay intentaba replicar­. ¿Quieres morir en el bosque? Tú te
vienes a la academia conmigo. Podemos llevar conocidos durante unos días, te recuperarás y
veremos como puedes volver a casa. Sólo tenemos que asegurarnos de que nadie sepa quién eres.
No me discutas. ¡Recuerda que estudio para ser guerrera! ­resopló cuando vio que Jay negaba con
la cabeza.
No. ¡No puedo aceptar! Nos acabamos de conocer.
¿Y? ¿Tienes otra opción? ­preguntó Ari levantando una ceja. El chico no acertó a decir
nada.
¿Lo ves? Vamos. Tienes que comer algo urgentemente o acabarás convertido en un ser
verde paliducho para el resto de tu vida ­y diciendo esto lo agarró por la manga y lo llevó a través
de los arbustos, hacia un lugar desconocido.




2. Zoe Sauer "El viaje de Irvin"



Una burbuja flotaba a través de la noche. Flotaba ligera, como si no tuviera peso, pero firme
hacia su destino. En su interior se podía distinguir una figura alta y esbelta, envuelta en una capa
oscura. La figura, de pie, mantenía la vista hacia delante, como si estuviera segura, fuerte, decidida.
Pero en su interior temblaba como una hoja a punto de caerse.
“Estás haciendo lo correcto”
Irvin se volvió hacia la esfera brillante que flotaba al lado de su hombro, dentro de la
reluciente burbuja. Sus rasgos se iluminaron con una débil luz azul.
-No lo sé, Alma.
Y a pesar de ello, siguió hacia delante. Quería confiar en Alma. Tenía que confiar en ella, la
conocía desde hacía seis años, y la había ayudado todo ese tiempo. Había sido su consejera cuando
tenía problemas, su amiga cuando se sentía sola, y la única que había respondido sus dudas. Sus
preguntas sobre la Gema. Le había contado su verdadero propósito, por qué la diosa Nirvanas la
había creado. El peligro que corrían los humanos, que sólo empeoraban la situación. Y qué podía
hacer ella para impedirlo. De hecho, qué estaba haciendo. Debía llevar la Gema lo más lejos que
pudiera de la ciudad, del Alto Sur y del Norte. Debía destruirla. Pero sólo en un lugar podía hacerlo.
El viaje se le hacía interminable. Avanzaban a través de la oscuridad, manchada de pequeñas
motas de luz, que habían puesto los habitantes para iluminar sus hogares. De vez en cuando también
pasaban al costado de grandes núcleos de energía, que aguantaban pequeñas islas cubiertas de
casas y edificios que se alzaban hacia el cielo, desafiando la gravedad.
Y al fin, divisaron una isla solitaria, apartada de las demás, que aguantaba un edificio
translúcido, iluminado desde el interior. Tenía una gran cúpula central, rodeada de esferas más
pequeñas. Irvin y Alma, protegidas por su burbuja, se aproximaron hacia una plataforma lateral, y
cuando hubieron llegado, su transporte se posó levemente en el suelo, junto a otros idénticos. La
superficie en contacto con la burbuja se iluminó, llenando de luz rosada su interior. Irvin miró a
Alma, y tras un mudo asentimiento, traspasó la pared. Miró a su alrededor. La plataforma era
bastante grande, y diferentes tipos de transportes descansaban perfectamente ordenados en líneas.
Irvin se encaminó hacia la entrada al edificio, mientras el suelo se iba iluminando con cada paso que
daba. Era desesperante tener que caminar lentamente, como si estuviera paseando, cuando lo único
que quería era echarse a correr.
Pasaron al lado de tres luareids, que los miraron con sus grandes ojos amarillos. Las grandes
aves plateadas, del tamaño de caballos, estaban sujetadas con correas alrededor del cuello. Había
una que descansaba con la cabeza sobre el suave plumaje, y otra que emitió un suave graznido. La
tercera se limitaba a observarlas.
Irvin y Alma pasaron de largo, y llegaron a una gran puerta acabada en punta, con carácteres
grabados en el marco. Arriba de todo, en el centro, estaba el símbolo del Alto Sur. Dos guardias
custodiaban la puerta, vestidos con armaduras plateadas. Irvin las conocía: No eran comunes,
servían para protegerse de los Vanir. Mientras las llevasen puestas, ningún vanir podría entrar a su
interior. Hacía tiempo que no cumplían su función, pero se seguían llevando como medida
preventiva. Esperaron a que ella llegara, y al llevar la capa puesta no la reconocieron.
-¿Quién eres? Sólo está permitida la entrada a miembros de la corte.
No hicieron comentarios de la esfera azul que flotaba a su lado: no la podían ver. Nadie la
podía ver, de hecho, excepto Irvin. Ella tenía una sensibilidad especial que, al parecer, el resto de la
gente no poseía. La princesa se quitó la capucha, y sonrió, dejando al descubierto una diadema fina,
apenas un círculo, que descansaba sobre sus cabellos castaño claro, casi pelirrojo. Grabado en el
medio brillaba el símbolo de su reino. De pequeña odiaba esa corona, pero sus padres le obligaban a
llevarla porque decían que la protegía.
-Entonces supongo que yo puedo pasar.- Irvin se sorprendió que su voz le saliera tan
tranquila. Los guardias se miraron, y Irvin sintió que su corazón iba más deprisa. Pero al fin abrieron
la puerta, con un inclinación de cabeza. Ella entró con paso lento, seguro, y la cabeza en alto. Las
puertas se cerraron detrás suyo. Se quedó quieta, controlando su respiración. Sintió una voz al lado
de su cabeza, pero no se giró:
“Ya sabes a dónde ir”
Irvin asintió imperceptiblemente, y se puso en camino hacia la biblioteca. Casi con alivio
abrió la puerta que tan bien conocía. Había ido varias veces a la biblioteca: de pequeña con su madre
o su padre, y después sola, escudriñando cada página de cada libro intentando encontrar
información sobre la Gema, sobre la guerra que se cernía sobre su continente. La puerta se abrió con
un crujido, y después se escuchó un repiqueteo metálico. Un guardia vigilaba la sala, por supuesto.
Se lo tendría que haber imaginado.
-Buenas noches- Dijo Irvin rápidamente, antes que el guardia pudiera articular palabra- Sólo
venía a buscar un libro, me iré enseguida.
-Por supuesto. La acompañaré. ¿Qué busca?
Irvin se mordió el labio.
-Eh… Es para un trabajo de clase, ya sabe, creo que se titulaba Memorias de Roble…
-Memorias de Robeck- dijo el guardia. Seguro que no se creía que realmente Irvin lo
necesitara.
-Sí, exactamente.
La guió hasta una hilera de estanterías, y sacó un libro grande y polvoriento de un estante.
Irvin lo cogió con dificultad, pensando a toda velocidad. ¿Qué hacía? Todavía no había podido buscar
la Gema. Hizo como si estuviera súbitamente interesada en los libros del estante superior.
-Esto… Creo que me llevaré algún libro más…
Empezó a pasar la mano por los lomos, y de repente, antes de que el guardia pudiera
reaccionar, cogió Memorias de Robeck con las dos manos y le dio con él en la cabeza. Aprovechó el
segundo de aturdimiento del hombre para darle una ágil pero contundente patada. De algo debía
servir su adiestramiento de guerrera en la Akademia. Se escuchó un golpe metálico cuando cayó al
suelo, inconsciente, y su casco plateado rodó entre las estanterías, dejando al descubierto su cabello
oscuro. No era muy elegante, pensó Irvin, pero le daría un poco de tiempo. Rápidamente dejó el
libro en el suelo, y fué corriendo hacia una vitrina de cristal. El estruendo seguramente habría
alertado a los demás vigilantes, así que contaba con poco tiempo.
Iluminada por la luz de Alma, se sacó la cadena que llevaba colgando del cuello, de la que
prendía una pequeña llave dorada. Se la habían regalado sus padres para su decimoctavo
cumpleaños. Todavía no debería saber qué abría. En teoría.
Tanteó con los dedos alrededor de la base de madera de la vitrina. Ésta guardaba un libro
antiguo, con letras doradas y dibujos bellamente detallados. Al fin encontró un pequeño agujero,
oculto entre los motivos grabados en la madera.
Con dedos temblorosos, introduzco la llave y la giró. Se escuchó un chasquido, y un pequeño
cajón que había estado oculto se abrió en la base de madera. El interior parecía una caja, y las
paredes estaban recubiertas de un metal plateado, el mismo que el de las armaduras. Maravillada,
Irvin observó la burbuja que flotaba dentro, protegiendo una gema transparente, que parecía brillar
con luz propia. La Gema. Y siempre había estado allí. Había corrido a su alrededor, había estado a
pocos centímetros, y nunca lo había sabido. Hasta que Alma se lo dijo. Tenía que ser un escondite
discreto, puesto que nadie debía saber que la Gema se encontraba en su reino. Una gema creada
por la diosa Nirvanas, que estaba dispuesta a borrar la línea que separaba la vida de la muerte. Los
humanos, entendiéndolo mal, quisieron apoderarse de la Gema para sus propios fines, y así el
continente había quedado dividido, quién sabía si para siempre…
“Rápido, guárdala”
Irvin se sobresaltó, como despertando de un hechizo. Con mucho cuidado, intentó cogerla,
pero al entrar en contacto con las llemas de sus dedos la burbuja se desvaneció con un leve “plop”.
“No pasa nada. Dáte prisa”
Metió la Gema en un saquito, pero de repente se escuchó un tintineo metálico detrás suyo.
Irvin se quedó paralizada.
-Eso no te pertenece. Dámelo.
Irvin se giró lentamente, escondiendo el bulto que ahora era la Gema en su capa. Sintió un
poco de remordimiento al reconocer al guardia de cabello oscuro que había golpeado hacía unos
momentos. Al parecer su técnica de dejarlo inconsciente no había sido tan efectiva como pensaba.
-Eh… ¿El qué exactamente?- Ya sabía que disimular no tenía sentido, pero como mínimo
ganaría un poco de tiempo. Pero el guardia no quería ir con rodeos.
-Es obvio que no has venido a buscar un libro. Dame la gema.- Extendió la mano hacia Irvin.
Ella intentó buscar una escapatoria hacia la puerta. Se escuchaban pasos que venían por el pasillo.
Pero entonces Irvin vió que algo no encajaba cuando el guardia clavó la mirada justo dónde estaba
Alma. Parecía escuchar los pasos con la misma preocupación que ella.
-¡Dámela!- Un destello rojo brilló en sus ojos. Irvin pensó que se lo había imaginado, pero
entonces la voz de Alma resonó cerca suyo.
“Es un vanir”
Irvin sintió como si un cubo de agua fría le cayera encima. No podía ser. Pero entonces vió el
casco plateado del guardia tirado en el suelo, y fué como si encajara un puzzle. El pobre hombre ya
no tenía protección, era como se le hubiera caído la cáscara: ahora el vanir podía llegar fácilmente a
su interior. ¿Pero cómo había llegado hasta allí? Y si lo había conseguido, entonces… ¿Tenía
posibilidad el Alto Sur de protegerse?
Los ojos del guardia se tornaron otra vez rojos, mientras aferraba la empuñadura de su
espada. Era como si un mar rojizo se balanceara en sus pupilas, como si una masa inquieta, inmensa
y feroz se removiera en su interior. Irvin lo miró con una espiral de miedo subiendo por su estómago,
pero consiguió articular una palabra antes de ponerse a correr.
-¡Jamás!
Corrió por el laberinto de estanterías, pero tuvo que detenerse en la puerta de la biblioteca.
El guardia-vanir la esperaba con su espada desenvainada. Con una rapidez casi sobrehumana, se
abalanzó sobre Irvin, que apenas pudo desviar la estocada con su daga. Su capa se rasgó por el
hombro, y sintió cómo se teñía con su sangre, aunque la herida no debía de ser grave. La daga no era
gran cosa, y no la iba a proteger mucho más. ¿No podría haber traído otra cosa? El vanir se dispuso a
lanzar la segunda estocada, pero dos guardias entraron por la puerta. Irvin aprovechó el momento.
-¡Deténganle! ¡Me ha herido! ¡Es una conspiración contra la realeza!
Los guardias miraron a su compañero confundidos, pero lo agarraron por los brazos cuando
vieron que dirigía su espada hacia la princesa. Irvin aprovechó para escapar por la puerta abierta
mientras, a su espalda, el guardia caía otra vez inerte en los brazos de los dos vigilantes.
Irvin salió corriendo al patio donde estaban todos los transportes. Había empezado a llover,
y las gotas de agua se le calaban en la capa, como si intentaran envolverla con un manto húmedo y
frío. Los mechones de cabello empapados se le pegaban en la frente, pero ella no parecía notarlo.
Sus ojos verdes miraron rápidamente alrededor. La burbuja con la que había llegado seguía en el
extremo de la fila de burbujas, todas iluminadas desde abajo. No podía utilizarla. Además de muy
lenta, era peligroso estar dentro de ella en caso de tormenta. Y una parecía a punto de estallar. ¿En
qué podía volar? Un graznido se escuchó cerca de la pared. ¡Claro! Corrió hacia el primer luareid y
sacó la daga que había vuelto a atar en el cinturón. Alarmado, el pájaro resopló y se tiró hacia atrás.
-Tranquilo, no te voy a hacer daño- Le dijo Irvin en un susurro, acariciando su denso plumaje.
Estaba completamente seco, porque un pequeño techo protegía a las tres aves. Irvin miró hacia la
entrada por encima del hombro. Los guardias no le preocupaban mucho, pero contra el Vanir no
podría hacer nada. Con un movimiento rápido de su mano, cortó las ataduras que retenían al animal,
justo para ver cómo un lobo de pelaje oscuro salía deslizándose entre las grandes compuertas del
edificio. Literalmente deslizándose, puesto que los extremos de las patas del animal ya no se
reconocían, era como si fueran de polvo negro, que se desvanecía entre las luces del edificio. Sus
ojos eran rojos como brasas, pero parecían tragarse toda la luz de su alrededor. Finas líneas rojas los
recorrían sus contornos, y se deslizaban por los laterales de su nariz como si fueran lágrimas. Todo
su cuerpo estaba marcado por esas líneas, que dibujaban espirales y caminos como humo, por la
espalda, rodeando las patas, extendiéndose hasta la cola. No parecían pintadas, sino parte de su
pelaje.
Irvin lo reconoció enseguida por las descripciones que había aprendido: Era un vanir en su
forma lobuna. Y no era la única que podía adoptar. Sin perder un segundo montó el ave, y le dió
unas palmadas en el cuello. El luareid desplegó las alas y corrió hacia la noche. Enseguida sintieron la
fuerza del agua cayendo desde el cielo, y Irvin se sujetó fuertemente cuando el pájaro batió las alas y
se elevó. Alma los acompañó a la mismo velocidad, pero detrás suyo el Vanir no los siguió. Inmóvil,
los contemplaba. Y entonces, lentamente, empezó a cambiar. Se deshizo en minúsculas partículas,
que se quedaron suspendidas un momento en aire. Después serpentaron hacia arriba, se agruparon
y una nueva figura surgió de ellas. Tenía aspecto humanoide, pero sus rasgos estaban tan
difuminados que apenas se distinguían. Lo único que Irvin pudo ver a pesar de la lluvia y la oscuridad
fueron dos puntos rojos, latientes, que la miraban. Irvin se giró hacia delante, pero no pudo ver
nada. Una cortina de niebla y nubes parecía haber caído entre las islas. Se aferró fuertemente al
Luareid, y confió en que sus ojos de ave pudieran llevarles lejos. Daba igual dónde, sólo que fuera
lejos de aquél ser tan oscuro y extraño. El viento le daba tan fuertemente en la cara que Irvin no
podía abrir los ojos, pero sentía a Alma a su lado. Era una energía cálida, protectora, reconfortante,
que llenó a Irvin por dentro, cómo si le quisiera dar fuerzas. Se sintió mejor pensando que estaba
con ella.
Su capa ya no le protegía del frío. Era pesada y estaba empapada, y no paraba de agitarse
furiosamente con el viento. Al cabo de lo que le parecieron horas, cuando sus dedos estaban tan
entumecidos que pensaba que no podría aguantarse más al luareid, Irvin abrió los ojos, como dos
finas rendijas, para ver dónde estaban. Vió un núcleo de energía debajo suyo. Giraba y se iluminaba,
como si estuviera vivo, encerrado entre unos aros de madera que también giraban. Cada uno era
más grande que el anterior, y estaban puestos uno dentro del otro, formando una enorme esfera,
que dejaba a Irvin y a el luareid como a insectos minúsculos. El núcleo de energía sujetaba una nave
gigantesca, que tenía las velas enrolladas. Una Nave del Cielo. Irvin había visto algunas que partían
del puerto aéreo, transportando material vario hacia el Norte. Sólo se podían ver en la frontera y
más allá del reino. Eran conocidas por su gran capacidad de espacio, ya que contaban con varios
pisos de altura. Por supuesto, las entradas y salidas de todas ellas estaban rigurosamente
controladas. La frontera estaba cerrada para los ciudadanos desde que Irvin tenía memoria.
¿Tan lejos estaban ya?, se preguntó mientras su cara se iluminaba por el resplandor del
núcleo. Miró hacia atrás, pero sólo pudo distinguir una sombra borrosa que se les aproximaba
peligrosamente. Irvin enfocó mejor la vista. Era un Luareid, con alguien montado encima. Su capa
negra también ondeaba como la de Irvin, pero se deshacía en polvo cuando llegaba a los extremos.
Irvin apretó las manos empapadas contra las plumas, y quiso decirle al pájaro que fuera más deprisa,
pero no le quedaban fuerzas. Vió, con la cabeza apoyada contra el cuerpo del ave, como el vanir se
ponía a su altura. Se aproximó, y miró a Irvin con sus ojos rojos. Ella no se movió. Le retornó la
mirada, exhausta, y el vanir pensó que había ganado. Extendió su mano hacia ella...
Pero entonces Irvin cerró los ojos, y se dejó caer al vacío, deslizándose por el lomo del
Luareid. Era una locura, pero la única posibilidad de escapar. La mano del Vanir se cerró en el vacío.
Irvin sintió que caía, y caía, y que el aire le pasaba por los oídos, y que no había fondo… Cayó
rodando por el suelo del barco, y se chocó contra unas cuantas cajas de madera. Escuchó un tintineo
metálico, y vió su corona rodando a un lado. Tenía todo el cuerpo entumecido y dolorido, pero
parecía que no se había roto nada. O eso pensó hasta que se intentó levantar y sintió un agudo dolor
que le recorría el brazo. Se incorporó maldiciendo, y se giró hacia una luz azulada.
“Sígueme”
Obedeció a Alma a trompicones entre cuerdas y cajas. No parecía haber nadie en la cubierta.
¿Y quién quería estar allí en plena tormenta? Nadie. Todos estaban refugiados en el interior. Irvin se
giró, y descubrió una figura negra al otro lado del barco. Se aproximó a ellas con suma facilidad,
demasiado rápido. Irvin corrió buscando una puerta, una trampilla, una manera de escapar al
interior de la nave. Sólo pudo descubrir, al final de la cubierta, una barandilla de madera que le
llegaba por las rodillas. Detrás, sólo nubes y aire. Sintió al vanir cerca de ella. Irvin cogió su daga, se
giró y la tiró, pero traspasó al vanir, como si fuera aire. Desesperada, cogió una de las cajas que
había apiladas y también la lanzó hacia la criatura, pero ésta siguió caminando, sin inmutarse. De
repente, el vanir desapareció en el aire. Irvin no tuvo tiempo de reaccionar. Sintió que la invadía algo
frío, y cayó al suelo de rodillas. Cerró fuertemente los ojos, intentando detener el dolor que recorría
cada célula de su cuerpo. Aquella cosa intentaba extenderse hacia los extremos de su cuerpo,
helando todo a su paso. Pero Irvin no le dejaba. No debía permitirlo. Abrió los ojos, pero sólo veía
rojo. Sintió que el frío se iba extendiendo hasta las puntas de sus dedos, y en contra de su voluntad,
abrió la mano. Sabía que si dejaba que la criatura se apoderase completamente de ella, la Gema
estaría perdida. Y con ella también todo lo que Irvin quería y había conocido. Pensó en sus padres,
en el cielo azul del verano, incluso en el pobre luareid que la había llevado hasta allí. Casi sintió sus
suaves plumas acariciándole los dedos fríos. Oh, no, no quería que todo aquello desapareciera.
Y entonces el frío la abandonó tan de repente como había llegado. Irvin cogió aire,
intentando levantarse. Delante suyo vió una figura de pie.
-La Gema. Dámela- La voz del vanir sonaba como si estuviera hecha de aire, pero era grave y
rugosa, llena de odio. Parecía que no estaba acostumbrado a ser vencido. No tenía derecho a estar
allí, pensó Irvin. Debería estar encerrado junto a su diosa, de lo que Donarald, la deidad de la vida, se
había ocupado. Pero algo de su magnífica obra había fallado.
El vanir había fijado sus ojos brillantes en la capa, como si pudiera ver la Gema a través de
ella. Irvin caminó hacia atrás. No podía pensar nada más que en el miedo que se había apoderado de
ella, que no le dejaba ver nada más que aquellos dos ojos rojos que bailaban como el fuego delante
suyo, frustrados por primera vez desde hacía tiempo…
De golpe sintió algo duro detrás de sus rodillas, que le hizo doblar las piernas. Perdió el
equilibrio, y cayó hacia atrás. Intentó aferrarse a algo, pero ya era demasiado tarde. Se precipitó al
vacío. La lluvia seguía cayendo a su alrededor, mientras ella se encogía, protegiendo lo único que le
quedaba, lo único que sentía real, no parte de una pesadilla que nunca acababa. Una piedra preciosa
de poder incalculable, que ahora se iba a perder, igual que ella. Sintió algo cálido a su lado. Intentó
abrir los ojos, pero la presión del viento y el agua era tanta que solo pudo distinguir una luz azulada
antes de cerrarlos de nuevo. Alma estaba con ella. Eso era lo único que importaba. Sintió que la
envolvía como una manta, intentando parar la caída. Pero era inútil. Ya no se podía hacer nada.

...

Su alrededor se iluminó con luz blanca. Ya nada le dolía. Había cesado de llover. No caía,
pero tampoco estaba apoyada en nada. Y ya no hacía frío. Se sentía tan bien, que habría deseado
quedarse así para siempre. ¿Estaba muerta? Entonces no era tan terrible como se lo había
imaginado.
“Mmmm… ¿Que hago contigo?”
Una voz la envolvía, como si saliera de todas partes y de ninguna a la vez. Era cálida,
maternal, pero tenía algo de sobrenatural. Se parecía a la de Alma, pero no lo era. Alma seguía a su
lado. Sintió que ésta susurraba algo.
“¿Así que todavía no se puede ir, eh? Pero ya ha hecho tanto…” La voz sonaba repetida,
como si tuviera eco.
“...Tantas cosas…”
“...Sucedieron, suceden y han de suceder…”
“...Tienes que volver…”
“Creo que ya he decidido.”
La luz empezó a atenuarse, y sintió que la voz se alejaba.
-¡No! ¡No quiero volver! - Irvin intentó impedirlo, pero su cuerpo no reaccionaba.
Todo se tornó oscuro, y ya no sintió nada.


Olió plantas. Era un olor agradable, como a bosque en el que acabara de llover, un olor que
nunca había sentido. Tampoco había sentido nunca el suelo húmedo debajo suyo. Ni el cosquilleo
que sentía en los extremos de su cuerpo, como si sus sentidos estuvieran despertando. Intentó oler
mejor. Sentía el olor de algo que se movía, algo apetecible, comestible… De pronto se dió cuenta del
hambre que tenía. Movió el hocico, dispuesta a levantarse. Pero se paró en seco. ¿Acababa de
mover el hocico? Se incorporó, caminando torpemente. Había en un pequeño estanque a su lado.
Estaba rodeado de árboles, árboles gigantescos, que debían de medir varias decenas de metros.
Nunca había visto tanto verde junto. Se aproximó al agua, que estaba tan lisa como el cristal. Acercó
la boca para beber. Un reflejo de una criatura la miraba. Tenía la cabeza grande, casi más grande que
el torso. Los ojos, verdes y cristalinos, la observaban desde una cara rojiza. Estaba cubierta de
escamas, y tenía unas orejas pequeñas y acabadas en punta que le coronaban la cabeza. Eran azules
y se curvaban en los extremos, como si fueran plantas exóticas. La nariz no eran más que dos finas
rendijas al final del morro. Docenas de pequeños cuernos formaban un camino azul a lo largo de su
columna, y se extinguían en la cola. Aterrorizada por su propio reflejo, la criatura se tiró hacia atrás
intentando correr, pero no llegó lejos. Se chocó contra el tronco de un árbol y cayó al suelo.
“Irvin…”
La criatura, confusa, miró a la esfera de luz. ¿Irvin? El nombre le resultaba familiar.
“Irvin. Lo siento.”
Irvin se quedó paralizada, mientras una lluvia de recuerdos la inundaba. El Alto Sur, la
biblioteca, el vanir, la Nave del Cielo, la caída, y entonces…
-¿Qué hago aquí?- Le preguntó a Alma, o al menos lo intentó, porque de sus labios solo salió
un leve gruñido. Pero si hubiera podido ver la expresión de Alma, estaba segura que habría sido de
culpabilidad y tristeza.
“Caíste de la nave. Fué la única manera de salvarte. Ithalid decidió que todavía no podías
morir. Ahora eres un niggle. No debes conocerlos, porque siempre se han mantenido aislados de los
humanos. No es que quisieran, sino que no pueden salir de esta isla.”
Un niggle. Irvin dejó escapar otro gruñido, y apoyó el morro sobre las hojas secas. Entonces,
ella también estaba encerrada en aquella isla. ¿Para siempre? Menuda decisión, la de Ithalid… La
conocía de las leyendas, y sus profesores también le habían contado de ella: Era una deidad menor,
que decidía qué pasaría con las personas que habían abandonado el mundo. En su minúsculo
mundo, una dimensión entre la vida y la muerte, nunca tomaba partido en las discusiones de los
otros dos dioses. “¿Y la Gema?”, pensó al cabo de unos minutos. Alma captó sus pensamientos al
instante, como si los hubiera estado esperando.
“No la pude salvar. Cayó al mar, junto al resto de tus pertenencias. No creo que nadie la
encuentre en muchos años.” Un pesado silencio cayó tras sus palabras, interrumpido sólo por el
canto de los pájaros y los sonidos de la vida del bosque. Todo en aquel lugar parecía rebosar de vida,
y no parecía que pudiera haber guerras en el mundo, ni miedo, ni gemas...
-Pero entonces, al final, ¿Alguien la encontrará?- dijo Irvin en el extraño lenguaje niggle.
“Sí. Y esperarás aquí, hasta que regrese con el nuevo elegido para destruir la Gema, alguien
que me pueda ver. Porque en esta isla, en un lugar escondido y recóndito, se puede acabar con la
Gema, pero también activarla… Ibas a venir aquí con ella, pero ahora deberás proteger la isla en
lugar de eso. No pierdas la esperanza. Volveré.” Y, diciendo estas palabras, la esfera de luz se alejó
en la espesura, buscando a alguien que pudiera salvar su mundo, el de los espíritus, que Nirvanas iba
a llevar al caos, igual que el de los vivos…


Regresó años después, cuando ya nadie apenas recordaba a la princesa del Alto Sur, con un
joven dispuesto a cumplir con su destino, y que, tras un largo viaje, había encontrado la pequeña
gema cristalina... Pero eso ya es otra historia.



3. Alejandro Moñux "El mercader"


Existen muchas leyendas rondando por este continente. Muchas historias sobre dioses y piedras mágicas, sobre criaturas y enviados, pero todo esto deja de ser una simple leyenda o una historia cuando causa una guerra. En ese momento el cuento se convierte en un problema.
Llevamos más de un año de guerra entre las dos grandes capitales pertenecientes a cada una de las dos zonas principales en las que se divide el continente de Suhelian; Nomibils, la ciudad de los aires, sujetada por los grandes núcleos de energía que guarda en lo más profundo de sus islas y Teklap, la villa de la magia, como es llamada por mucha gente, creada y formada por magos con una tendencia bastante fuerte a rechazar todo aquello que no sea como ellos, es decir, mágico. Cómo se llega a ser un mago lo desconozco, aunque dicen que es algo de nacimiento, pero no siempre es bueno fiarse de los rumores.
¿Cómo? ¿Que quién soy yo? Oh, nadie importante, tranquilos, soy sólo un tranquilo mercader que ha decidido narrar una de sus desventuras en este horrible tiempo de guerra.
Bien, para meteros en materia os debería decir que sabemos de la existencia de dos dioses: Sylvanas, diosa de los muertos, retenida en su propio reino y por suerte fuera del alcance directo de los humanos y Donaral, dios de los vivos, que atrapó a Sylvanas para el beneficio de los humanos.  Alabado sea, que dice la gente.
Bien, ahora que todo el mundo se ha puesto en situación me iría bien empezar con mi historia, ¿no creéis?
Todo da comienzo una mañana soleada en Nomibils, mi lugar de nacimiento y la ciudad en la que vivo desde que mi memoria me permite recordar. Estoy vendiendo unas cuantas herramientas en mi pequeña tienda situada en una calle secundaria de una de las principales islas que forman la gran ciudad cuando empiezo a oír alboroto fuera, delante de la puerta cerrada de mi tienda. Me asomo a comprobar de que se trata todo eso y descubro que son unos clientes que tuve hace unos días y no están para nada contentos ya que me están insultando de manera excesiva. Suelto un pequeño suspiro, sabiendo lo que me espera y voy a abrir la puerta levemente, colocando mi pie para impedir que empujen y abran la puerta del todo.
-¡Timador! ¡Devuélveme mi dinero! ¡Tus herramientas se rompen demasiado rápido y no valen lo que me hiciste pagar por ellas! - Grita un hombre corpulento al otro lado del umbral de la puerta.
Sé que mi cliente actual ha escuchado eso pero intento hacer como que no me afecta, aunque sé perfectamente que ese hombre tiene razón. Esas herramientas no eran las mejores ni eran mucho mejores las que estaba vendiendo minutos atrás. Sí, había timado a gente, ¡pero de alguna manera he de ganarme la vida en este mundo! Y si quieren mejores herramientas que vayan a alguna tienda de las calles de comercio que hay en la isla central.
El hombre sigue intentando, a base de fuerza, entrar en la tienda, lo más seguro es que sea para meterme una paliza. Hago lo que puedo para cerrar lo poco que había abierto y usar la llave para impedir que entren a no ser que rompan la puerta. Tras eso le regalo las herramientas que estaba vendiendo al cliente que estaba atendiendo, cosa que no me hace gracia hacer pero prefiero que no se una al hombre de la puerta. Lo mando a la puerta trasera y recojo mis cosas para huir de ahí lo más rápido que puedo.
Sí, como ya habréis podido ver no soy un hombre de palabra y mucho menos una persona honesta, pero creedme cuando digo que nadie lo es en esta vida.
Salgo corriendo en dirección a la avenida principal de la isla en la que me encuentro por una calle anexada a aquella en la cual está mi tienda, de ese modo dudo que el hombre furioso que había frente a mi tienda se atreva a golpearme por mucho que le haya timado ya que el sitio está lleno de gente. Abrí la tienda en esa isla porque es en la que se centra el comercio y, aunque tenga más competidores, siempre tengo la mejor oferta, aunque sea una completa estafa.
Puede que algunos os preguntéis quien soy, pero no diré mi nombre ya que aunque pertenezca a aquella ciudad que ha crecido gracias a la ciencia sé lo potente que es la magia y lo potentes que son los nombres, de modo que llamadme simplemente Mercader. Soy un hombre de unos veinticinco años que se gana la vida timando a gente desprevenida, como ya habéis visto. No soy muy alto ni muy apuesto, pero eso no me importa ya que lo importante es el dinero que gane a diario y no mi apariencia poco atractiva por lo que prefiero no entrar en muchos detalles ahora mismo.
En esta ciudad la gente se mueve de una manera diferente. No tenemos carreteras físicas que conecten unas islas con otras y para viajar entre pedazos de tierra y roca hemos de sacar partido a aquella ciencia que tan bien conocemos.
Usamos barcos. Sí, barcos.
No penséis que aquí el agua flota y crea un mar en el cielo, no... Lo que flota, queridos amigos, son los barcos.
Tardo unos veinte minutos en llegar a mi barco y pagar el transporte, que por suerte no es muy caro. Los Lognos, moneda de cambio que usamos aquí, son algo que tengo la suerte de poseer pero no en una medida exagerada. Es lo que tiene la estafa. Mi viaje transcurre con total normalidad mientras vuelo sentado en una de las zonas habilitadas para pasajeros y los acontecimientos que siguen en mi viaje de camino a casa ocurren con la misma normalidad que mi pequeña travesía en barco volador.
Vivo en un piso de las islas exteriores, algo alejado del centro. Siendo sincero, donde habito no es gran cosa. Tengo lo básico para vivir, pero lo importante está siempre en el fondo de las cosas. En mi caso está en el fondo de un armario, frente a mi cama. Tras abrigos y otras prendas de ropa se esconde una pequeña caja de madera de abedul con bisagras de hierro la cual guarda en su interior mi más preciada pertenencia: Un colgante.
Este accesorio no es nada más que una piedra ataca a una correa de cuero, pero lo importante es la piedra, que proviene de las minas de los magos, allá en el norte. Es algo que no se puede conseguir en el sur, pero sí por un trueque o robando aun extranjero. De modo que ya podéis suponer cómo me hice con aquél objeto.
Tras dejar mis cosas decido ponerme el colgante e ir a mirarme al viejo espejo que cuelga de una pared en mi cuarto de baño, aunque en cuanto lo hago hay algo que me inquieta.
Siento que no estoy solo. Y mi instinto nunca falla.
-¿Casero?- Dudo que sea así, pero lo primero que me viene a la cabeza es eso. Salgo de ahí y miro por toda mi casa, sin rastro alguno de alguien. Pero todo cambia cuando veo una inusual sombra en el umbral de la puerta de entrada.
Decido perseguirla escaleras abajo pese a no volver a verla y no es hasta llegar a la calle que veo un caballo negro como la noche misma... ¿Y cómo puede haber llegado algo así aquí arriba?
He oído leyendas y rumores de ese tipo de seres, pero nunca he creído en ellos... Vanir. Espíritus antiguos que poseen a gente... Pero aquel caballo es sólo su montura. Doy un paso atrás para huir de ahí pero me sorprende una figura más alta que yo, encapuchada, con la cual choco de lleno.
Me giro hacia la figura y tras ese momento todo lo que recuerdo es una completa oscuridad y despertar en una tienda en medio de un bosque.



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